Era una fría tarde nublada de noviembre. En el muelle, una dama con un violín tocando melancólicas melodías a las almas perdidas en el océano, fue lo último que vi en tierra firme antes de partir. Nunca supe cual era el rumbo del barco, ni me preocupé por saberlo, así como tampoco le importó al capitán dejarme ir en su nave por algunas libras sin pedir nada a cambio. Lo cierto es que había alcanzado estabilidad espiritual y emocional; no puedo decir que estaba en paz conmigo mismo, por que el cielo haría caer sobre mí miles de maldiciones por proferir semejante blasfemia, pero en verdad nada me atormentaba, me sentía como si estuviera bajo los efectos de la anestesia con una ligera dosis de gas hilarante, o quizás seguía siendo tan insensible como siempre, pero con menos frialdad. De verdad, no podía pedir más. Me encontraba en territorio desconocido, alejado de todos esos recuerdos, alejado de ese recuerdo encarnado, de esa hija de Eva que me hizo pecar contra mi mismo al enamorarme de ella, de ese ángel en cuyos ojos me perdí sin encontrar la salida; estaba tan alejado de todo, que ni oír su nombre ni ver su fotografía me haría recordarla.
La tarde comenzaba a languidecer. Me encontraba en un profundo sueño, en una cómoda silla en la cubierta del barco. Algo, o mejor dicho, alguien me llamaba, y su voz me resultaba familiar al oírla entre mis sueños. Desperté, y sentía aun ese llamado desde lo profundo de mi corazón. Levantándome del improvisado lecho de descanso, me sentí necesitado de un poco de brisa marina para despejar mi mente. Apoyado en la baranda del barco, veía el sol ponerse en el horizonte, al final de ese océano sin fin en el cual me encontraba. De repente, sentí de nuevo el llamado dentro de mí; por un momento dudé, pensando que ese despertar tan súbito me había dejado algo mal de la cabeza, pero volví a sentir esa presencia, esa presencia tan familiar, esa presencia tan odiada pero tan amada. Comencé a buscarla con la mirada, con ligera ansiedad y desesperación, y la encontré. En el mar, iba nadando cerca del barco. Era ella.. Su rostro de ángel, sus ojos endulzantes, su sonrisa, transfigurada como una sirena, pero conservando toda su belleza. Estaba ahí por mi, me llamaba por mi nombre, y yo ahí, estático, no podía contenerme. De inmediato, subí sobre la baranda y me lancé hacia el mar, sin importar que tan lejos me encontrara de tierra firme, sin importar que mi boleto de vuelta a la civilización se marchara dejándome atrás, nada me importaba; solo quería estar con ella. Después de caer con cierta profundidad, retorné a la superficie, y allí nos encontramos, frente a frente, como protagonistas del momento que ambos siempre quisimos vivir, con la felicidad en nuestros rostros, con un fuego ardiente en nuestras miradas que, sin que transcurriera más tiempo, hizo estallar todos esos sentimientos reprimidos. Abrazados en medio del mar mientras el sol se ocultaba, a merced de las olas, besos apasionados iban y venían, hasta llegar a una breve pausa. Aunque era difícil distinguirlas, entre las gotas de agua que humedecían su rostro se evidenciaban lágrimas de alegría, y sus ojos me decían que tenía miedo de perderme para siempre. Entre esa alegría, me tomo en sus brazos, como siempre lo había hecho, con el mismo calor y el mismo amor, amor ahora evidente y no camuflado. Liberándome suavemente de sus brazos, tomé su rostro en mi mano derecha, y mis labios se reencontraron con los suyos, para escribir con pasión una historia sin fin. Ya no había luz del sol; las primeras estrellas de la noche eran testigos de la consumación de este amor. La pasión seguía fluyendo, nuestros ojos permanecían cerrados y nuestros cuerpos juntos, lentamente, se iban sumergiendo en el mar, mientras nuestros corazones deseaban que este momento nunca tuviera final.
La pasión se detuvo súbitamente. Abrí los ojos, para percatarme de que ese momento aparentemente inmortal había llegado a su fin. El cielo teñido entre nubes y largos trazos de colores calidos fue lo primero que ví, mientras volvía en sí lentamente, para percatarme de que seguía en la cubierta del barco, de que la noche no había llegado aun, de que seguía en el mar sin rumbo conocido… de que todo fue un sueño. Me acerqué a la baranda, a contemplar el mar, con una sonrisa amarga en mi rostro, una lágrima intentando fugarse hacia mi rostro, y mi mirada buscándola en el horizonte. Me costó admitirlo: por más que me alejara de ella, de su recuerdo, ese día ella logró llegar a un lugar de donde no puedo alejarme con facilidad, de donde no podría desterrarla por más que quisiera; un lugar donde su amor me es correspondido, donde ella puede ser mía para siempre. Pero ahí me encontraba, hundido en soledad, contemplando el mar mientras el sol se apagaba en el horizonte, añorando a aquella a quien deseaba olvidar, a ese ángel que fue en mi busca, me tomó en sus brazos, y me abandonó a mi suerte, y cuyo llamado ya no puedo sentir.
La nostalgia por ese encuentro imposible me sigue invadiendo, mientras mi ángel canta para la oscuridad, danzando para siempre en esta fría noche de invierno, en cuya oscuridad la sigo buscando.